Santiago Zemaitis*
Germán S. M. Torres**
Herencias que nos hablan
Entre la producción académica crítica, la movilización de los feminismos y las disidencias sexo-genéricas, las leyes ganadas y las heterogéneas políticas educativas en la Argentina de las últimas tres décadas, podemos reconocer el trayecto sinuoso en el que el género y la sexualidad entraron como elementos fundamentales de la esfera pública educativa. Nuestro campo educativo nos ha permitido desandar la problematización del sexismo, la inclusión de una perspectiva de género y sus implicancias políticas, la construcción de las masculinidades y también las tradiciones o modelos de abordaje de la educación sexual, así como las posibilidades y límites de esa inclusión en la cotidianeidad de las instituciones educativas. Ese cruce académico, político y normativo también nos interpela ante los desafíos desde la interseccionalidad. Aquí se nos impone como necesaria la mirada a la trama de diferencias desigualadas entre el género, la sexualidad y los sentidos normalizantes de la discapacidad, los márgenes periféricos de la diversidad funcional, los racismos y clasismos re-actualizados, y el trans-odio explicitado o bien licuado en el sentido común.
La mirada histórica y en clave de género nos ha permitido pensar a la escuela como un espacio corporalizado, sexualizado y generizado. Historizar desde el presente es apenas una entrada posible para desandar críticamente aquellos discursos que nos han hablado, nombrado y normalizado… Por ejemplo, en los primeros tramos del siglo XX, referentes locales como Víctor Mercante adscribieron a los debates pedagógicos y psicológicos acerca de la posible “masculinización en las unas y feminización en los otros” debido a los contactos diarios entre niñas y niños en las primeras “escuelas mixtas”. Esos saberes científicos ya moldeaban los temores ante “los riesgos” que aparejaban las instituciones pupilas unisexuales, por ser ambientes propicios para el despertar del “homosexualismo” y el “fetiquismo”. O la preocupación por los “niños maricas”, al decir del argentino Rodolfo Senet, otro psicólogo infantil positivista, hacia la década de 1930.
Esa pedagogía sexual –y su intertextualidad científica, moral, racial, religiosa, biopolítica– colaboró en la producción misma de la “inversión sexual” como un problema a prevenir, sin dejar de rozarse con una moralización de la juventud destinada a una vida matrimonial y con sanos fines reproductivos. Es decir, una educación (hetero)sexual como producción manifiesta, a la par que una educación cisnormativa como criterio de lo inteligible.
Como resultado de la militancia sostenida desde los feminismos y las disidencias sexo-genéricas organizadas, contamos ahora con normativas de avanzada en el plano del reconocimiento de derechos históricamente negados a los colectivos de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgéneros, travestis, que van a contrapelo de aquellas tradiciones hetero-cis-normalizantes. Este año estaremos celebrando los 10 años de la aprobación del matrimonio igualitario, siendo la Argentina el primer país en América Latina en contar con este derecho. En 2012 se aprobó la Ley de Identidad de Género que reconoce la identidad autopercibida, en 2015 se sancionó la Ley de Cupo Laboral Trans en la provincia de Buenos Aires y actualmente se discute una versión a nivel nacional en el Congreso. Y 2018 encontró a la “marea verde” en las calles acompañando la media sanción del aborto legal en el Congreso de la Nación, como corolario (aún parcial) de décadas de lucha feminista.
Sin embargo, ya hemos aprendido que los avances normativos pueden quedar estancados sin un despliegue posterior de acciones que sean solidarias con su visibilización, apropiación y pleno ejercicio. Y en este punto se vuelve central el lugar que tiene la Educación Sexual Integral (ESI) en la actualidad: un derecho de estudiantes, docentes y familias alcanzado en el año 2006 con la sanción de la Ley 26.150.
El reconocimiento de la identidad como condición pedagógica
La ESI ha sido en los últimos años el significante en torno al cual se articularon en las escuelas (aunque no en todas…) demandas y urgencias sociales como las situaciones de acoso y de abuso sexual, la discusión pública por la interrupción voluntaria del embarazo, la visibilización de la violencia machista y la de los discursos y violencias homolesbotransodiantes. Estudiantes y docentes han incluido en sus clases contenidos y materiales que en otros momentos eran impensables, como el cuidado del propio cuerpo, el reconocimiento de las múltiples violencias, el acceso al aborto legal, el consentimiento sexual, la importancia de que les jóvenes tengan acceso a la información y puedan decidir sobre los métodos anticonceptivos o de prevención de ITS, el abordaje desde los lenguajes artísticos, la lectura crítica desde las Ciencias Sociales, etc. Asimismo, la visibilización del movimiento de #NiUnaMenos ha colaborado significativamente en ampliar las posibilidades de la educación sexual vigente e incluir en ella con mayor énfasis las violencias contra las mujeres. Emergencias sociales como el femicidio y el travesticidio, empujaron a que las escuelas, en tanto espacios públicos, sean también lugares donde plantear, debatir y visibilizar esas situaciones. Se han hecho públicos también los maltratos machistas y androcéntricos de parte de profesores y estudiantes en diferentes niveles del sistema educativo.
En las escuelas no sólo se enseñan meros contenidos informativos acerca de los derechos, sino que también se los ejerce. Los avances en materia de reconocimiento de la identidad de género autopercibida también ocurren en las aulas. En efecto, conocimos bellas historias de docentes que, en ejercicio, han recorrido sus transiciones de género muy abrazadas por sus comunidades educativas. Sabemos del acompañamiento que ahora muchas escuelas están dando a los procesos de transición genérica de sus estudiantes (aunque no todas…). Algunas escuelas secundarias y varias facultades han habilitado los “baños universales” o sin división de sexo, en una agitación espacial del orden sexo-genérico. La propia existencia resistente del bachillerato Mocha Celis desde 2011 también trastoca las gramáticas sexuales escolares tradicionales. Se impulsaron también en muchas universidades argentinas protocolos específicos de actuación ante situaciones de violencia de género. Estamos experimentando nuevos usos del lenguaje no sexista con el impulso del lenguaje inclusivo: un intento discursivo-político de nombrar a les que hasta ahora no habían sido nombrades y de poner en debate las formas patriarcales de nombrar mundos posibles.
En todos estos ejemplos se juega también el derecho a la identidad. Ese derecho básico a ser reconocide por quien une se siente ser, derecho sin el cual la vida se vuelve imposible de ser vivida. Ya no por fundamento legal, ni condescendencia, ni inevitable tolerancia, sino como condición pedagógica de bienvenida y acogida a un mundo compartido. Porque sabemos que une va siendo lo que quiere ser si es reconocide como tal. En el reconocimiento a la identidad se juega entonces el derecho mismo a la educación.
Una educación sexual para el siglo XXI
Fundamentada desde una perspectiva de género y de derechos humanos, la ESI nos impulsa al derrumbe de los cercos biologicistas, moralizantes, victimizantes, y específicamente a los sentidos heterocentrados, cis-normados, capacitistas y racistas que cruzan las vidas en las aulas.
La ESI aspira a visibilizar las desigualdades y precarizaciones existentes entre los géneros, haciendo foco en la densa trama de diferencias que se vuelven desigualdades y, por tanto, jerarquizan, valoran o visibilizan unas identidades y corporalidades, al tiempo que marginan otras del terreno de lo legítimamente vivible.
También sabemos que en esta transformación de lo público, la ESI ha generado reacciones y contraofensivas. Detrás de las persistentes batallas históricas por los “idearios institucionales” y la “educación para el amor”, se han acoplado nuevas demandas político-religiosas por la educación de “mis hijos”, y los pánicos ante la así llamada amenaza adoctrinante de la “ideología de género”. Allí se pone en juego también la necesidad de enfatizar a la Educación Sexual Integral como derecho, junto a la responsabilidad indelegable del Estado, para el ejercicio de ciudadanías sexuales en una esfera de lo común críticamente diversificada.
Como una red o cadena de interdependencia, los derechos son garantías que aseguran el despliegue articulado de otros derechos asociados. La ESI es un derecho educativo que potencia otros derechos sociales, políticos, sexuales, de género. Así, el derecho a la educación posibilita la formación ciudadana en materia de derechos sexuales y (no) reproductivos (a la libertad de expresión, a una vida sexualmente placentera y segura, a no ser discriminades…). En definitiva la ESI puede pensarse como una articulación estratégica pedagógico-política: una educación de la sexualidad que acompaña, promueve e impulsa la posibilidad de ejercer los derechos del reconocimiento y de una vida vivible en una esfera de justicia social. De eso se trata también educar en este nuevo siglo.
*Doctorando en Ciencias de la Educación, Especialista en Nuevas Infancias y Juventudes, Profesor y Licenciado en Ciencias de la Educación (UNLP). Profesor en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y en el Colegio Nacional “Rafael Hernández” de la UNLP. Becario doctoral del CONICET 2017-2019. Investigador en formación en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, UNLP. Miembro del Programa de Investigación “Discursos, prácticas e instituciones educativas” en el Departamento de Ciencias Sociales, UNQ.
**Doctor en Ciencias Sociales y Humanas, Máster en Investigación Aplicada a la Educación, Licenciado en Educación (UNQ). Becario pos-doctoral de CONICET. Profesor en el Departamento de Ciencias Sociales y en el Diploma de Extensión en Prevención y Abordaje de la Violencia contra las Mujeres, UNQ. Es miembro del proyecto de extensión universitaria “No me callo nada”. Actualmente es el director de la Licenciatura en Educación de la UNQ.